martes, 1 de septiembre de 2009

La mano amiga

Leí el otro día en un blog de esos que salen ballenas saltando y unicornios, un comentario de un señor que se vanagloriaba de haberse hecho la primera paja a los veintiún años. Madre mía si yo a los catorce ya tenía que cambiar de mano cada seis meses por los callos. Cuánto desperdicio, qué pérdida de tiempo con las alegrías y el cariño que se puede dar uno con la sola ayuda de la imaginación y los anuncios de corsetería del Hola.
Yo es que me sacudo el molinete desde que nací. Llevo tantos años meneando el chino tuerto que hubiese podido montar una fábrica de gomina natural.

Han habido épocas en mi vida de una actividad insaciable inspirados por hechos verdaderos o inventados que desataban mi imaginación. Como cuando a los dieciséis años le pedí el favor a una joven viuda que ayudaba a mi abuela en las tareas domésticas, que me pusiera crema para aliviar las quemazones del sol. Lo hizo con una dedicación alarmante y seguro que notó el bulto inocultable en mis calzoncillos de algodón. Me hizo un estupendo masaje en la espalda, las piernas y los glúteos que recordaré para el resto de mi vida. Le pedí si otro día me volvería a untar de crema sin la escusa de haberme quemado y me dijo que sí.
Al día siguiente a la hora de la siesta, me untó, vaya si me untó: me untó de cuerpo entero y acabó con las dos manos llenas de nivea arriba y abajo y diciéndome porquerías al oído durante todo aquel verano.